Siempre tengo la tentación de caer en los extremos. Desde las cosas más banales hasta las más profundas, me descubro pendulando, como si viviera en un vaivén constante. Supongo que voy por épocas, como todo. O quizás sea que me resisto a definirme con una sola forma de ser y de estar en el mundo.
A veces pienso que es el famoso FOMO el que me impulsa: ese miedo a perderme de alguna de mis versiones. Otras veces siento que es un llamado interno, casi inevitable, a tender puentes entre polos que parecen irreconciliables. Sea como sea, lo cierto es que ya no me gusta acomodarme del todo en un único lugar.
Paradójicamente, cuanto más me alejo de una identidad fija, más auténtica me siento. Es como si en la indefinición encontrara un refugio. Me descubro con la libertad de tomar la forma que más me apetezca, sin sentirme atada a mandatos, a normas externas ni a imágenes rígidas que yo misma alguna vez intenté imponerme. Quiero ejercer mi derecho a cambiar de opinión, a pensar sobre mis pensamientos y ponerlos a prueba, a desafiar las verdades que se nos imponen como incuestionables. Porque si hay algo que aprendí en estos últimos años es que tendemos a caer en la trampa del ego que nos impulsa a desprendernos de etiquetas impuestas para pasar a limitarnos bajo las que elegimos por «libre».
Por supuesto, todavía cargo con etiquetas que, de alguna manera, siento que me definen. No me deshice de todas ni pretendo negar que algunas forman parte de mi historia. Pero cada día intento cuestiorar una más, soltar la necesidad de encajar en definiciones estáticas. Sé que puede parecer una falta de compromiso, sobre todo en un tiempo en el que parece que si no estás de un lado, estás automáticamente del otro. Pero para mí, hay algo profundamente valiente en elegir ese camino incómodo: el de conservarme lo más indefinible posible, para poder recrearme constantemente.
Dejo atrás las posturas y los clichés, las tendencias, las tradiciones y los horóscopos. Me reconcilio incluso con la mediocridad que tanto miedo me dio siempre, con la tibieza que aprendí a despreciar. Y descubro que, en los matices, la vida se abre en todo su esplendor y complejidad.
La vida sucede para mí aquí, en ese espacio entre los extremos. En los grises que muchos temen, yo encuentro color, libertad y autenticidad. Y aunque siga siendo incómodo, elijo la osadía de no quedarme fija en un lugar, de poder reinventarme una y otra vez.