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Muchas veces, cuando procrastinamos, lo primero que aparece es el juicio. Esa voz interna (o externa) que nos recuerda todo lo que no hicimos y que rápidamente nos etiqueta: “eres perezosa”, “vaga”, “te falta fuerza de voluntad”.

Y aunque esas palabras duelen, solemos creerlas. Las repetimos hasta que parecen verdades absolutas. Pero… ¿y si la raíz no estuviera en la falta de voluntad, sino en el exceso de exigencia?

La trampa de la autoexigencia

Las personas más autoexigentes suelen ser, paradójicamente, las que más postergan. No porque no les importe lo que tienen que hacer, sino porque cada tarea viene cargada de expectativas desmedidas. No basta con hacerlo, hay que hacerlo perfecto. No basta con avanzar, hay que dar el 100% siempre.

Este nivel de exigencia no solo desgasta, sino que genera un bloqueo. La mente se satura con el peso de “tener que” hacerlo todo impecable, y en lugar de impulsarnos, nos paraliza.

Procrastinar no es igual a no querer

Cuando la procrastinación se mezcla con la autoexigencia, aparece un círculo vicioso:

  • Postergamos porque la carga nos desborda.

  • Nos sentimos culpables por postergar.

  • Esa culpa alimenta aún más la exigencia y el miedo a no estar a la altura.

  • Y volvemos a bloquearnos.

La consecuencia es clara: sufrimos doblemente. Por lo que no hacemos y por lo mal que nos hablamos a nosotras mismas.

Amigarnos con la mediocridad

Parte de salir de esta trampa pasa por reconciliarnos con algo que tanto miedo suele dar: la mediocridad. En tiempos en los que se nos exige ser únicos, originales y mostrar siempre “nuestra mejor versión”, la idea de hacer algo suficientemente bien parece casi un fracaso.

Pero la verdad es que nuestra mejor versión no siempre será la más productiva, ni la que se autoexplota sin quejarse. Nuestra mejor versión será aquella que nos permita vivir con más libertad, incluso de nuestras propias trampas mentales.

Aceptar que no todo lo que hagamos será brillante, que podemos equivocarnos y que está bien no deslumbrar siempre, puede ser profundamente liberador. Porque la vida no se trata de rendir al máximo en cada instante, sino de habitarla con más autenticidad y menos miedo.

Lo que quizás necesitas no es más disciplina, sino más compasión

A veces creemos que la solución es “ponernos más firmes”, apretar los dientes y obligarnos. Pero lo que realmente necesitamos es aligerar la carga: bajar el listón, permitirnos avanzar paso a paso, recordar que no todo tiene que ser perfecto.

La autoexigencia nos hace creer que solo valemos si damos lo máximo siempre. La autocompasión, en cambio, nos recuerda que también somos humanas, que podemos cansarnos, que no pasa nada si algo queda “suficientemente bien” en lugar de impecable.

Tal vez el primer paso para dejar de procrastinar no sea forzarnos más, sino tratarnos con un poco más de amabilidad.

Victoria Miranda Pereyra - Doctoralia.es
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